sábado, 26 de julio de 2008

"RUGBY"

Cuando era chico no me interesaba el rugby. A pesar de la insistencia de mi padre, quien lo había practicado, yo decididamente prefería el popular y televisivo fútbol. La realidad evidenció que no era bueno para el deporte de la redonda y, en consecuencia, fui rechazado en el equipo de mi colegio. En esas circunstancias, casi no me quedó otra opción que –alrededor de los 8 años de edad- probar con el otro deporte que se practicaba en la escuela: el de la “guinda”.

Cerca de treinta años después, me alegra decir que la elección parece no haber sido tan mala ya que el rugby me ha enseñado mucho, y no sólo en el campo de lo deportivo.

El rugby me enseñó que se puede jugar siendo gordo. Que hay un lugar para cada uno y que debemos luchar hasta encontrarlo. También me enseñó que el gordo puede enamorarse del deporte, entrenar, ir al gimnasio, potenciarse, jugar y ganar. Y que puede transformar su supuesta debilidad en una incontenible fortaleza.

Me sorprendió cuando, por primera vez, un compañero tapó mi cabeza con su espalda para impedir que el botín del contrario la pisara. A partir de allí, aprendí y ejercí –como todos- esa práctica que refleja el espíritu de equipo, de amistad y, sobre todo, de lealtad, esencial al rugby.

También me hizo ver que en determinados momentos es necesario bajar la cabeza como un toro, concentrar toda la energía e ir para adelante buscando el in-goal contrario, aún sin saber exactamente las consecuencias de tal decisión.

Me mostró que el juego termina cuando suena el silbato, que se debe abrazar al rival tras la pitada final y disfrutar relajadamente un tercer tiempo de reconciliación con los jugadores del equipo contrario. Me enseñó a construir relaciones fructíferas más allá de las dificultades de corto plazo.

Me hizo saber que el árbitro es sagrado, y que, a pesar del eufórico entusiasmo del juego, las reglas deben ser cumplidas y que las decisiones del referee, independientemente de su pequeño tamaño, son inapelables e indiscutibles.

Me mostró que una espalda ardiendo bajo las duchas del club significa haber dejado todo en la cancha. Que se debe disfrutar de la sensación del deber cumplido, más allá del resultado. Que jugar y dejar todo en la cancha, ya es ganar.

Me enseñó a que la vida es “todo terreno” y que, a veces, nos lleva a jugar en verdes canchas con delicadas pasturas, y otras, en áridas superficies de tierra seca. Que la meta es la misma pero la estrategia, para jugar y triunfar, puede cambiar.

Me hizo comprender que no importa ganar ni perder sino jugar, jugar mucho y divertirse. Que jugando se aprende de los errores, se modifican las estrategias, se incrementa la autoestima e indefectiblemente se gana más de lo que se pierde, en este u otros campos de la vida.

Me demostró que es compatible el trabajo duro con la mayor diversión. Que, cuando uno se enamora de lo que hace, pocas barreras pueden frenarlo. Me alentó a celebrar los éxitos, pero también los fracasos cuando se deja todo en la cancha.

Me enseñó a crecer, a animarme a ir para adelante, a tomar riesgo y a sentirme respaldado confiando en mis compañeros, en mis amigos, pero -sobre todo- en mí mismo.

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